Alicia tuvo que cruzar al otro lado del espejo para descubrir un mundo maravilloso, acaso más real que el cotidiano, aquel que abre sus brazos para acogernos cada mañana cuando nos despertamos, buscando aún con la mirada vuelta la región de los sueños.
Algo parecido he experimentado valiéndome de las lentes de la cámara: escudriñar lo que habita al otro lado del espejo, tal vez más fuerte que lo que se yergue en los límites de lo tangible: mundo cambiante, etéreo, difuso, parpadeante, huidizo, mágico y, desde luego, dotado de una vida propia. Una vida que se despliega y palpita en otra parte y de la que no podemos captar sino su fugaz reflejo que titila en una lámina de cristal, en la superficie del agua: he sido testigo de cómo los coches aparcados debajo de un árbol se llenaban de hojas y cómo albergaban a la gente que pasaba presurosa a lo largo de su costado, y he visto el capó de alguno inundado de nubes. He visto gente que se metía dentro de un autobús en marcha mientras caminaban a mi lado por la acera. He presenciado mi propia imagen rodeada de los maniquíes instalados en un escaparate y ventanas que ofrecían perspectivas que no cabían dentro de una habitación ni aun de un edificio. He visto cosas maravillosas, pero para vosotros he tenido que escoger solo unas cuantas. Como por ejemplo, una margarita de un intenso amarillo y figura delicada sobre un fonde de satén gris
O una corriente de agua verdosa que fluye entre las piedras sin pudor, como si para este líquido elemento su dureza fuera un lecho acogedor
O un sauce vanidoso, inclinado permanentemente como Narciso sobre un espejo. Espejito, espejito, dime quién es el más apuesto del reino...
O el idilio entre el agua y el sauce, que la acaricia tiernamente con sus hojas
O un libro cuya portada está cubierta de nubes
O simplemente una mujer hablando con el interlocutor que mejor la entenderá: ella misma
Ya sabéis qué encontré tras el espejo. Si queréis descubrir más, tendréis que cruzar al otro lado vosotros mismos. Que Lewis Carroll os acompañe.
Algo parecido he experimentado valiéndome de las lentes de la cámara: escudriñar lo que habita al otro lado del espejo, tal vez más fuerte que lo que se yergue en los límites de lo tangible: mundo cambiante, etéreo, difuso, parpadeante, huidizo, mágico y, desde luego, dotado de una vida propia. Una vida que se despliega y palpita en otra parte y de la que no podemos captar sino su fugaz reflejo que titila en una lámina de cristal, en la superficie del agua: he sido testigo de cómo los coches aparcados debajo de un árbol se llenaban de hojas y cómo albergaban a la gente que pasaba presurosa a lo largo de su costado, y he visto el capó de alguno inundado de nubes. He visto gente que se metía dentro de un autobús en marcha mientras caminaban a mi lado por la acera. He presenciado mi propia imagen rodeada de los maniquíes instalados en un escaparate y ventanas que ofrecían perspectivas que no cabían dentro de una habitación ni aun de un edificio. He visto cosas maravillosas, pero para vosotros he tenido que escoger solo unas cuantas. Como por ejemplo, una margarita de un intenso amarillo y figura delicada sobre un fonde de satén gris
O una corriente de agua verdosa que fluye entre las piedras sin pudor, como si para este líquido elemento su dureza fuera un lecho acogedor
O un sauce vanidoso, inclinado permanentemente como Narciso sobre un espejo. Espejito, espejito, dime quién es el más apuesto del reino...
O el idilio entre el agua y el sauce, que la acaricia tiernamente con sus hojas
O un libro cuya portada está cubierta de nubes
O simplemente una mujer hablando con el interlocutor que mejor la entenderá: ella misma
Ya sabéis qué encontré tras el espejo. Si queréis descubrir más, tendréis que cruzar al otro lado vosotros mismos. Que Lewis Carroll os acompañe.