jueves, 24 de septiembre de 2009

Alicia tuvo que cruzar al otro lado del espejo para descubrir un mundo maravilloso, acaso más real que el cotidiano, aquel que abre sus brazos para acogernos cada mañana cuando nos despertamos, buscando aún con la mirada vuelta la región de los sueños.

Algo parecido he experimentado valiéndome de las lentes de la cámara: escudriñar lo que habita al otro lado del espejo, tal vez más fuerte que lo que se yergue en los límites de lo tangible: mundo cambiante, etéreo, difuso, parpadeante, huidizo, mágico y, desde luego, dotado de una vida propia. Una vida que se despliega y palpita en otra parte y de la que no podemos captar sino su fugaz reflejo que titila en una lámina de cristal, en la superficie del agua: he sido testigo de cómo los coches aparcados debajo de un árbol se llenaban de hojas y cómo albergaban a la gente que pasaba presurosa a lo largo de su costado, y he visto el capó de alguno inundado de nubes. He visto gente que se metía dentro de un autobús en marcha mientras caminaban a mi lado por la acera. He presenciado mi propia imagen rodeada de los maniquíes instalados en un escaparate y ventanas que ofrecían perspectivas que no cabían dentro de una habitación ni aun de un edificio. He visto cosas maravillosas, pero para vosotros he tenido que escoger solo unas cuantas. Como por ejemplo, una margarita de un intenso amarillo y figura delicada sobre un fonde de satén gris


O una corriente de agua verdosa que fluye entre las piedras sin pudor, como si para este líquido elemento su dureza fuera un lecho acogedor



O un sauce vanidoso, inclinado permanentemente como Narciso sobre un espejo. Espejito, espejito, dime quién es el más apuesto del reino...


O el idilio entre el agua y el sauce, que la acaricia tiernamente con sus hojas


O un libro cuya portada está cubierta de nubes


O simplemente una mujer hablando con el interlocutor que mejor la entenderá: ella misma

Ya sabéis qué encontré tras el espejo. Si queréis descubrir más, tendréis que cruzar al otro lado vosotros mismos. Que Lewis Carroll os acompañe.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Un día en imágenes

El pitido del despertador rechina en mis oídos. Desde luego, es el sonido más horrible que puede haber sobre la faz de la Tierra. Pero yo hoy guardo un as en la manga. Contraataco con un flash y dejo a los números rojos desconcertados y parpadeando, sin recuperarse del susto. Qué dulce es la venganza. El despertador lleva perturbando mi sueño muchos años. Yo tengo un día para disparar a cuanto se me cruce en el camino. Un largo día con la cámara a cuestas. Tras el asalto a mi querido reloj-despertador, la cocina todavía en penumbra y el cuenco de la leche con los cereales flotando se erigen en merecedores de quedar inmortalizados.

Mientras bajo en el ascensor, un vecino, portador de un maletín, se hace acreedor de otro disparo. El camino hasta la facultad, iluminado por la luz suave, difusa y rosada de lo temprano, se convierte en una colección de postales: la zona de los hospitales, con las montañas recortándose al fondo, las rotondas, los coches que comienzan a maltratar el asfalto, los árbolillos que se yerguen en pulcras hileras (sí, aún me quedan ganas de fotografiar árboles), las aceras por las que empieza a pulular el gentío, las papeleras, unas cuantas farolas ya apagadas (gracias a Dios), unas pocas nubes perezosas que se desplazan por el cielo con lentitud majestuosa, las rayas blancas de los cruces de cebra, que me brindan composiciones muy geométricas, un perrillo que olfatea el césped salpicado de rocío, la cuesta por la que desciende una veloz bicicleta de la que logro captar una instántanea, las chimeneas que se vislumbran en lontananza... El trayecto cotidiano se ha transformado inesperadamente en un catálogo de vistas nunca antes vistas con tanta lucidez, de ángulos inexplorados, de momentos congelados, de fracciones de segundo decisivas que marcan la diferencia entre lo irrepetible y lo perdido para siempre. Me hago dueña de instantes, anticuaria de miradas.

Algunos transeúntes con los que me cruzo me echan una ojeada de refilón. Otros siguen apresurados su marcha sin dedicarme ni un minuto de atención ni, al parecer, percatarse de mi existencia. Sus rostros traslucen que van pensando en otros asuntos de más enjundia o que, simplemente, son la encarnación del despiste. Contempladores de nubes profesionales. Al llegar al "punto caliente", a saber las inmediaciones de la facultad de Comunicación, mis conocidos y amigos empiezan a, sin saberlo los pobres, cometer un gran error: interponerse en mi campo de visión. Mi irresistible labia, mis dotes persuasivas y una pequeña dosis de machaconería los convierten en improvisados modelos. Algunos posan con resignación. Otros han nacido para ser estrellas y ensayan muecas y posturas ante mi objetivo con desparpajo entusiasta, agradeciéndome que los convierta en objetos de deseo durante unos momentos. En clase deslizo tan solo un par de fotos subrepticias. Soy una fotógrafa tímida. Pero, en los descansos, la sesión prosigue, incansable. El patio interior donde, con el buen tiempo, la gente (y no sólo los fumadores impenitentes) despacha cafés, liga mi atención con gran fuerza. La galería de gestos, ademanes y perspectivas que se despliega al otro lado del grueso cristal es infinita.

De vuelta a casa, el suculento plato de lentejas y el filete de carne vuelven a reclamar al objetivo y la señora que los ha preparado con tan diestras artes culinarias se sitúa ante mi ojo indiscreto con una sonrisa. Por la tarde, cada libro de texto y las hojas de apuntes de letra menuda son retratados en toda su densidad y monotonía. Una fugaz visita al Carrefour me permite capturar colas de gente variopinta, apiñados con sus carritos a rebosar, el trabajo paciente de las cajeras, las estanterías repletas de coloridos paquetes de todas las formas y tamaños. El puesto de las frutas, con sus lustrosas manzanas y sus brillantes plátanos acapara unos cuantos disparos. Salgo del supermercado pensando que podrían contratarme como agente publicitaria. Mejor testimonio, o por lo menos más exhaustivo, de cómo es una tarde de lunes en sus pasillos no puede haber. De vuelta en el ascensor, me acontece el único percance del día. La vecina que tiene la suerte de coincidir conmigo en tan reducido y hermético espacio accede a posar (más que nada porque no hay escapatoria). Pero la señora es curiosa o coqueta y quiere ver el resultado. Llega entonces el embarazoso momento de tener que explicarle que hago fotos sin memoria, vamos, de mentiras. Su cara lo dice todo: piensa o que me he burlado de ella o que le ha tocado subir hasta el tercero con una excéntrica. Desde luego, su rostro es un poema. Le haría otra foto si el horno estuviera para bollos, pero prefiero no arriesgarme y volver a casa de una pieza.

Matías Prats inicia el telediario a las nueve de la noche sin saber que, desde su hogar, una televidente le fotografía sin consideración alguna. Pero no creo que le importe. Está acostumbrado a las cámaras. Y vuelvo al punto de partida, a situarme frente al indeseable objeto que tan descortésmente me despertó esta mañana. Son las doce menos cuarto. Hora en la que el experimento acaba. Me meto en la cama, me descuelgo la cámara del cuello y la dejo en la mesilla de noche. Mi día está allí encerrado y yo, un poquito tuerta.

sábado, 5 de septiembre de 2009

Si los árboles hablaran...

Caminando por el campus, encontré un árbol que se me plantó delante. Yo llevaba prisa, pero empezó a contarme su historia, y tanto me cautivó que, finalmente, me resigné a llegar tarde. Me susurró que...
"... cuando ya llevaba años a mis anchas, me plantificaron al lado un colegio mayor. También pusieron una farola, para que me hiciera sombra con su luz. Era entonces chiquito y la farola era más alta que yo. Pero la presumida no sabía que me quedaba un as en las ramas: los árboles crecen y las farolas, no. Quien ríe el último, ríe mejor.


En el colegio mayor residen chavales que pasan diariamente bajo mis ramas.
¡La de confidencias que habré escuchado mientras fuman un pitillo a la sombra! Y aunque tal no hicieran... me bastaría con pegar a los ladrillos amarillos mis orejas verdes. Pero eso no lo hago. Es de mala educación escuchar detrás de las paredes.




Sin embargo, muchos de estos muchachos no son tan considerados conmigo. Gracias a ellos y sus sortilegios, enredados en mis ramas, ondean lúgubres fantasmas. Pero no te asustes, sólo son jirones de papel higiénico, vestigio de una inexplicable gamberrada.


Por no hablar de cuando me he convertido en víctima de sus juegos. ¿Ves aquel punto que refulge entre el ramaje, entre el ocre apagado y profundo del follaje? No es que a mí me haya dado por modernizarme y dar frutos fluorescentes. Se trata de un balón que, un día que temí por mi integridad física, decidí confiscarles. Aún estoy esperando al valiente que suba a por él.




Comprenderás, visto lo visto, que albergue ciertos recelos respecto a estos muchachos. Por eso guardo celosamente un secreto. Intuyo que, si algún día lo adivinaran, habría llegado mi ruina. Pero a ti te lo contaré. Acércate para que no me oigan... ¡Mi corteza está hecha de chocolate! Prueba una de mis rugosas virutas si quieres, deléitate en su fantástica geometría, pero no se lo cuentes a nadie. Un par de promociones golosas que decidan tomar árbol de postre y de mí no quedarán ni las raíces.



La verdad es que soy un ejemplar extraño. Pero no te engañes. Por el mundo hay más como yo, cuyo tronco podría hacerle la competencia a Nestlé. Te voy a desvelar la pista que hará que nos reconozcas, para un caso de apuro en el que te estés muriendo de hambre: lo tupido y frondoso de nuestra copa. Estamos llenitos de hojas. Es una indispensable medida protectora, como un after sun. No olvides que al sol el chocolate se derrite..."


Tras prometerle que guardaría su secreto, me alejé, mientras el árbol me despedía alegremente, agitando sus ramas, cargadas de hojas y de celulosa ya procesada (recuerden el papel higiénico). Yo guardo el secreto, pero mis fotografías, no tanto. Ellas dejan constancia de que, pegado a Belagua, existe un árbol en el que anida una pelota verde fosforito, la cual fue requisada valiéndose de la altura que este árbol revanchista alcanzó para superar a una farola. De lo único que mis fotos no pueden dar fe es del sabor a cacao. Para comprobar eso, tendrás que arriesgarte y probarlo tú mismo.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Carta de presentación

"Lo que pasó, pasó para siempre", dijo una vez un hombre que, pertrechado de una cámara, salía a toparse con el momento decisivo. Su nombre era Henri Cartier-Bresson y jugaba a capturar imágenes a hurtadillas. Su frase me sedujo en cuanto la escuché por primera vez. Tal vez quiso decir con ella que todo cuanto ocurrió, se marchó para no volver. Se erigiría así la frase en homenaje de lo efímero. O también podría significar que lo que sucedió una vez, por el simple hecho de haber existido, se quedará para siempre; que las cosas acontecen de tal modo que adquieren pasaporte de ingreso en lo definitivo. Como el que adquiere cuanto acaba plasmado en la superficie de una fotografía, uno de los mejores visados a la eternidad que puede presentarse en las aduanas de la Historia.
Con vosotros compartiré unas cuantas imágenes y las historias que laten tras ellas, que son las que, en última instancia, inducirán a una cuentista como yo a disparar, las que me decidirán a otorgar inmortalidad al momento. Y es que la frase y el mérito son de Cartier-Bresson, pero, ahora y en este blog, el momento decisivo es mío.