El pitido del despertador rechina en mis oídos. Desde luego, es el sonido más horrible que puede haber sobre la faz de la Tierra. Pero yo hoy guardo un as en la manga. Contraataco con un flash y dejo a los números rojos desconcertados y parpadeando, sin recuperarse del susto. Qué dulce es la venganza. El despertador lleva perturbando mi sueño muchos años. Yo tengo un día para disparar a cuanto se me cruce en el camino. Un largo día con la cámara a cuestas. Tras el asalto a mi querido reloj-despertador, la cocina todavía en penumbra y el cuenco de la leche con los cereales flotando se erigen en merecedores de quedar inmortalizados.
Mientras bajo en el ascensor, un vecino, portador de un maletín, se hace acreedor de otro disparo. El camino hasta la facultad, iluminado por la luz suave, difusa y rosada de lo temprano, se convierte en una colección de postales: la zona de los hospitales, con las montañas recortándose al fondo, las rotondas, los coches que comienzan a maltratar el asfalto, los árbolillos que se yerguen en pulcras hileras (sí, aún me quedan ganas de fotografiar árboles), las aceras por las que empieza a pulular el gentío, las papeleras, unas cuantas farolas ya apagadas (gracias a Dios), unas pocas nubes perezosas que se desplazan por el cielo con lentitud majestuosa, las rayas blancas de los cruces de cebra, que me brindan composiciones muy geométricas, un perrillo que olfatea el césped salpicado de rocío, la cuesta por la que desciende una veloz bicicleta de la que logro captar una instántanea, las chimeneas que se vislumbran en lontananza... El trayecto cotidiano se ha transformado inesperadamente en un catálogo de vistas nunca antes vistas con tanta lucidez, de ángulos inexplorados, de momentos congelados, de fracciones de segundo decisivas que marcan la diferencia entre lo irrepetible y lo perdido para siempre. Me hago dueña de instantes, anticuaria de miradas.
Algunos transeúntes con los que me cruzo me echan una ojeada de refilón. Otros siguen apresurados su marcha sin dedicarme ni un minuto de atención ni, al parecer, percatarse de mi existencia. Sus rostros traslucen que van pensando en otros asuntos de más enjundia o que, simplemente, son la encarnación del despiste. Contempladores de nubes profesionales. Al llegar al "punto caliente", a saber las inmediaciones de la facultad de Comunicación, mis conocidos y amigos empiezan a, sin saberlo los pobres, cometer un gran error: interponerse en mi campo de visión. Mi irresistible labia, mis dotes persuasivas y una pequeña dosis de machaconería los convierten en improvisados modelos. Algunos posan con resignación. Otros han nacido para ser estrellas y ensayan muecas y posturas ante mi objetivo con desparpajo entusiasta, agradeciéndome que los convierta en objetos de deseo durante unos momentos. En clase deslizo tan solo un par de fotos subrepticias. Soy una fotógrafa tímida. Pero, en los descansos, la sesión prosigue, incansable. El patio interior donde, con el buen tiempo, la gente (y no sólo los fumadores impenitentes) despacha cafés, liga mi atención con gran fuerza. La galería de gestos, ademanes y perspectivas que se despliega al otro lado del grueso cristal es infinita.
De vuelta a casa, el suculento plato de lentejas y el filete de carne vuelven a reclamar al objetivo y la señora que los ha preparado con tan diestras artes culinarias se sitúa ante mi ojo indiscreto con una sonrisa. Por la tarde, cada libro de texto y las hojas de apuntes de letra menuda son retratados en toda su densidad y monotonía. Una fugaz visita al Carrefour me permite capturar colas de gente variopinta, apiñados con sus carritos a rebosar, el trabajo paciente de las cajeras, las estanterías repletas de coloridos paquetes de todas las formas y tamaños. El puesto de las frutas, con sus lustrosas manzanas y sus brillantes plátanos acapara unos cuantos disparos. Salgo del supermercado pensando que podrían contratarme como agente publicitaria. Mejor testimonio, o por lo menos más exhaustivo, de cómo es una tarde de lunes en sus pasillos no puede haber. De vuelta en el ascensor, me acontece el único percance del día. La vecina que tiene la suerte de coincidir conmigo en tan reducido y hermético espacio accede a posar (más que nada porque no hay escapatoria). Pero la señora es curiosa o coqueta y quiere ver el resultado. Llega entonces el embarazoso momento de tener que explicarle que hago fotos sin memoria, vamos, de mentiras. Su cara lo dice todo: piensa o que me he burlado de ella o que le ha tocado subir hasta el tercero con una excéntrica. Desde luego, su rostro es un poema. Le haría otra foto si el horno estuviera para bollos, pero prefiero no arriesgarme y volver a casa de una pieza.
Matías Prats inicia el telediario a las nueve de la noche sin saber que, desde su hogar, una televidente le fotografía sin consideración alguna. Pero no creo que le importe. Está acostumbrado a las cámaras. Y vuelvo al punto de partida, a situarme frente al indeseable objeto que tan descortésmente me despertó esta mañana. Son las doce menos cuarto. Hora en la que el experimento acaba. Me meto en la cama, me descuelgo la cámara del cuello y la dejo en la mesilla de noche. Mi día está allí encerrado y yo, un poquito tuerta.
Mientras bajo en el ascensor, un vecino, portador de un maletín, se hace acreedor de otro disparo. El camino hasta la facultad, iluminado por la luz suave, difusa y rosada de lo temprano, se convierte en una colección de postales: la zona de los hospitales, con las montañas recortándose al fondo, las rotondas, los coches que comienzan a maltratar el asfalto, los árbolillos que se yerguen en pulcras hileras (sí, aún me quedan ganas de fotografiar árboles), las aceras por las que empieza a pulular el gentío, las papeleras, unas cuantas farolas ya apagadas (gracias a Dios), unas pocas nubes perezosas que se desplazan por el cielo con lentitud majestuosa, las rayas blancas de los cruces de cebra, que me brindan composiciones muy geométricas, un perrillo que olfatea el césped salpicado de rocío, la cuesta por la que desciende una veloz bicicleta de la que logro captar una instántanea, las chimeneas que se vislumbran en lontananza... El trayecto cotidiano se ha transformado inesperadamente en un catálogo de vistas nunca antes vistas con tanta lucidez, de ángulos inexplorados, de momentos congelados, de fracciones de segundo decisivas que marcan la diferencia entre lo irrepetible y lo perdido para siempre. Me hago dueña de instantes, anticuaria de miradas.
Algunos transeúntes con los que me cruzo me echan una ojeada de refilón. Otros siguen apresurados su marcha sin dedicarme ni un minuto de atención ni, al parecer, percatarse de mi existencia. Sus rostros traslucen que van pensando en otros asuntos de más enjundia o que, simplemente, son la encarnación del despiste. Contempladores de nubes profesionales. Al llegar al "punto caliente", a saber las inmediaciones de la facultad de Comunicación, mis conocidos y amigos empiezan a, sin saberlo los pobres, cometer un gran error: interponerse en mi campo de visión. Mi irresistible labia, mis dotes persuasivas y una pequeña dosis de machaconería los convierten en improvisados modelos. Algunos posan con resignación. Otros han nacido para ser estrellas y ensayan muecas y posturas ante mi objetivo con desparpajo entusiasta, agradeciéndome que los convierta en objetos de deseo durante unos momentos. En clase deslizo tan solo un par de fotos subrepticias. Soy una fotógrafa tímida. Pero, en los descansos, la sesión prosigue, incansable. El patio interior donde, con el buen tiempo, la gente (y no sólo los fumadores impenitentes) despacha cafés, liga mi atención con gran fuerza. La galería de gestos, ademanes y perspectivas que se despliega al otro lado del grueso cristal es infinita.
De vuelta a casa, el suculento plato de lentejas y el filete de carne vuelven a reclamar al objetivo y la señora que los ha preparado con tan diestras artes culinarias se sitúa ante mi ojo indiscreto con una sonrisa. Por la tarde, cada libro de texto y las hojas de apuntes de letra menuda son retratados en toda su densidad y monotonía. Una fugaz visita al Carrefour me permite capturar colas de gente variopinta, apiñados con sus carritos a rebosar, el trabajo paciente de las cajeras, las estanterías repletas de coloridos paquetes de todas las formas y tamaños. El puesto de las frutas, con sus lustrosas manzanas y sus brillantes plátanos acapara unos cuantos disparos. Salgo del supermercado pensando que podrían contratarme como agente publicitaria. Mejor testimonio, o por lo menos más exhaustivo, de cómo es una tarde de lunes en sus pasillos no puede haber. De vuelta en el ascensor, me acontece el único percance del día. La vecina que tiene la suerte de coincidir conmigo en tan reducido y hermético espacio accede a posar (más que nada porque no hay escapatoria). Pero la señora es curiosa o coqueta y quiere ver el resultado. Llega entonces el embarazoso momento de tener que explicarle que hago fotos sin memoria, vamos, de mentiras. Su cara lo dice todo: piensa o que me he burlado de ella o que le ha tocado subir hasta el tercero con una excéntrica. Desde luego, su rostro es un poema. Le haría otra foto si el horno estuviera para bollos, pero prefiero no arriesgarme y volver a casa de una pieza.
Matías Prats inicia el telediario a las nueve de la noche sin saber que, desde su hogar, una televidente le fotografía sin consideración alguna. Pero no creo que le importe. Está acostumbrado a las cámaras. Y vuelvo al punto de partida, a situarme frente al indeseable objeto que tan descortésmente me despertó esta mañana. Son las doce menos cuarto. Hora en la que el experimento acaba. Me meto en la cama, me descuelgo la cámara del cuello y la dejo en la mesilla de noche. Mi día está allí encerrado y yo, un poquito tuerta.
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