martes, 17 de noviembre de 2009

Bodega de Otazu

Había sido sumiller en su juventud. El más prestigioso. Las narices de oro se alineaban en sus estanterías. Después de un paladeo sutil, su pluma implacable había hundido restaurantes. Los vinos que él alababa valían más que el consagrado. Hacía diez años, había decidido retirarse de los concursos y dejar de escribir críticas que le granjearon enemigos y le evitaron pagar la cuenta de incontables y opíparas comidas en las que le servían con trato de favor y una sonrisa suplicante. Pero no por ello se había desvinculado del mundo del líquido granate. Ni por mientes. Una vida no se tira así como así por la borda. Había decidido hacer algo de sus vastos conocimientos de enología y había montado unas bodegas. Impresionantes. Arquitectura colosal, botellas de diseño, barricas que eran su orgullo y un producto que cumplía los más altos requisitos de calidad. Una delicia de la que los más exigentes sibaritas se hacían eco, pero que no por ello dejaba de complacer a quienes podían permitirse degustarlo acompañando un sangriento chuletón salpicado de sal gruesa. Aquel día, presentación de una nueva variedad de vino que habían logrado elaborar después de un alambicado proceso y años de esfuerzo y experimentación, fruto de noches de desvelo y esperanza de la profesión, todo el mundo se había congregado bajo las vigas del hermoso edificio. Se ofrecía una rueda de prensa y una cata. Altas personalidades, políticos, afamados críticos, restauradores de renombre, preeminentes miembros del mundillo de la farándula de alto copete y demás personajillos de postín abarrotaban la sala. Las sonrisas flameaban en todos los rostros. Era una jornada de celebración. La estima se traslucía en todas las palabras y la envidia hervía a fuego lento en alguna esquinita mal recauchutada de unos pocos rostros. Desde luego, los indicios no podían ser más halagüeños. Todo iba sobre ruedas. Era un éxito asegurado. La rueda de prensa fue distendida, hubo bromas propias de gente refinada y encantada de conocerse a sí misma, así como de pertenecer a tan selecto círculo de amigotes. Todo el mundo fue exquisito y exhibió un comportamiento irreprochable. No hubo sarcasmos ni un esnobismo demasiado sangrante. La cata dejó a todos los concurrentes deslumbrados.
Pero ahora ya era tarde. La jornada había concluido, de una forma inmejorable. Todos le habían hecho preguntas sobre los aspectos más rebuscados de la bebida de uva fermentada. Para algo era el referente indiscutible del vino. Pensó que al día siguiente su frase más célebre aparecería impresa en todos los periódicos, para acabar de aquilatar la impresión general que resumía su existencia: "El vino es mi vida". Y, al pensarlo, una sonrisa irónica se le desparramó en la cara. Pobres periodistas. Qué crédulos eran, se dijo mientras se metía en la cama, desenroscaba con dedos trémulos de emoción la tapita de una petaca y se echaba al coleto con deleite indescriptible un buen trago de güisqui. No había bebida sobre la faz de la tierra que le gustara más.










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