Llovía intermitentemente. Tan pronto una cortina de agua se derramaba lentamente sobre la ciudad como cesaba el goteo. Y, de pronto, los vientos huracanados comenzaban a azotar el espacio, empapando los rostros sin misericordia. Pero era tarde de domingo, silenciosa, queda, quieta, melancólica. Ni siquiera la lluvia se atrevía en esos momentos a hacer muchos aspavientos ni a montar una alharaca demasiado pretenciosa. Los transeúntes se parapetaban tras sus abrigos y se aliaban con los aleros. Juraban amor eterno a los paraguas. Y una loca, cámara en ristre, retrataba las calles mojadas, mojándose ella, para camuflarse completamente con las gotas. Si se trataba de fotografiar esa ciudad coherentemente, siéndole fiel a su espíritu y hablando su idioma, no podía salir a tomarle el pulso en otro momento. Tenía que llover. Porque la cadencia en la que hablaba era la de las gotas de lluvia. Y si no entendías eso, ya no podías entender nada. Ni qué había detrás del cielo gris, ni qué escondían las montañas verdes ni qué latía en esos semblantes tristes y meditabundos. Además, si hubiese esperado a que no lloviese, quizás no habría salido a fotografiar nunca esas avenidas. Se habría quedado eternamente aguardando detrás de las ventanas, viendo cómo todo se diluía mientras la cámara se quedaba sin su legítimo premio y vacía. El rincón propio de aquel lugar estaría siempre encharcado. Y si no, ya no sería de aquel lugar. Sólo un impostor. Por algo era la ciudad pacata y recoleta de los perpetuos cielos grises.
Avenida Pío XII

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