domingo, 8 de noviembre de 2009

Un rincón de Pamplona siempre estará encharcado

Llovía intermitentemente. Tan pronto una cortina de agua se derramaba lentamente sobre la ciudad como cesaba el goteo. Y, de pronto, los vientos huracanados comenzaban a azotar el espacio, empapando los rostros sin misericordia. Pero era tarde de domingo, silenciosa, queda, quieta, melancólica. Ni siquiera la lluvia se atrevía en esos momentos a hacer muchos aspavientos ni a montar una alharaca demasiado pretenciosa. Los transeúntes se parapetaban tras sus abrigos y se aliaban con los aleros. Juraban amor eterno a los paraguas. Y una loca, cámara en ristre, retrataba las calles mojadas, mojándose ella, para camuflarse completamente con las gotas. Si se trataba de fotografiar esa ciudad coherentemente, siéndole fiel a su espíritu y hablando su idioma, no podía salir a tomarle el pulso en otro momento. Tenía que llover. Porque la cadencia en la que hablaba era la de las gotas de lluvia. Y si no entendías eso, ya no podías entender nada. Ni qué había detrás del cielo gris, ni qué escondían las montañas verdes ni qué latía en esos semblantes tristes y meditabundos. Además, si hubiese esperado a que no lloviese, quizás no habría salido a fotografiar nunca esas avenidas. Se habría quedado eternamente aguardando detrás de las ventanas, viendo cómo todo se diluía mientras la cámara se quedaba sin su legítimo premio y vacía. El rincón propio de aquel lugar estaría siempre encharcado. Y si no, ya no sería de aquel lugar. Sólo un impostor. Por algo era la ciudad pacata y recoleta de los perpetuos cielos grises.Avenida Pío XII

La ciudadela



Mirador de la Rochapea



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